jueves, 5 de mayo de 2011

Discurso del Santo Padre Juan Pablo II a la XXXIV Asamblea General de las Naciones Unidas

Discurso del Santo Padre Juan Pablo II
a la XXXIV Asamblea General de las Naciones Unidas
(selección de textos)
Nueva York, 2 de octubre de 1979
Señor Presidente:
1. Deseo expresar mi agradecimiento a la ilustre Asamblea General de las Naciones Unidas, a la cual me es dado participar y dirigir la palabra en este día. Mi agradecimiento va en primer lugar al Señor Secretario General de la ONU, Dr. Kurt Waldheim, el cual ya en el otoño pasado —poco después de mi elección a la Cátedra de San Pedro— me hizo la invitación para esta visita y la renovó después, el pasado mayo, durante nuestro encuentro en Roma. Desde el primer momento me sentí muy honrado y profundamente agradecido. Y hoy, ante una Asamblea tan selecta, deseo dar las gracias a usted, Señor Presidente, que tan amablemente me ha recibido y dado la palabra.
(...)
Asamblea General de las Naciones Unidas
13. La Declaración universal de los Derechos del Hombre y los instrumentos jurídicos, tanto a nivel internacional como nacional, en un movimiento que es de desear progresivo y continuo, tratan de crear una conciencia general de la dignidad del hombre y definir al menos algunos de los derechos inalienables del hombre. Séame permitido enumerar algunos entre los más importantes, que son universalmente reconocidos: el derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de la persona; el derecho a los alimentos, al vestido, a la vivienda, a la salud, al descanso y al ocio; el derecho a la libertad de expresión, a la educación y a la cultura; el derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión, y el derecho a manifestar la propia religión, individualmente o en común, tanto en privado como en público; el derecho a elegir estado de vida, a fundar una familia y a gozar de todas las condiciones necesarias para la vida familiar; el derecho a la propiedad y al trabajo, a condiciones equitativas de trabajo y a un salario justo; el derecho de reunión y de asociación; el derecho a la libertad de movimiento y a la emigración interna y externa; el derecho a la nacionalidad y a la residencia; el derecho a la participación política y el derecho a participar en la libre elección del sistema político del pueblo a que se pertenece. El conjunto de los derechos del hombre corresponde a la sustancia de la dignidad del ser humano, entendido integralmente, y no reducido a una sola dimensión; se refieren a la satisfacción de las necesidades esenciales del hombre, al ejercicio de sus libertades, a sus relaciones con otras personas; pero se refieren también, siempre y dondequiera que sea, al hombre, a su plena dimensión humana.

(...)
19. Quisiera ahora llamar la atención sobre la segunda clase de amenaza sistemática, de que es objeto en el mundo contemporáneo el hombre en sus derechos intangibles, y que constituye no menos que la primera un peligro para la causa de la paz, es decir, las diversas formas de injusticia en el campo del espíritu.
En efecto, se puede herir al hombre en su interior relación a la verdad, en su conciencia, en sus convicciones más personales, en su concepción del mundo, en su fe religiosa, así como en la esfera de las llamadas libertades civiles, en las que es decisiva la igualdad de derechos sin discriminación por razones de origen, raza, sexo, nacionalidad, confesión, convicciones políticas o semejantes. La igualdad de derechos quiere decir exclusión de las diversas formas de privilegio para unos y de discriminación para otros, bien sean individuos nacidos en una misma nación, bien sean hombres de diversa historia, nacionalidad, raza o cultura. El esfuerzo de la civilización desde hace siglos tiende hacia un objetivo: dar a la vida de cada comunidad política una forma en la que puedan ser plenamente garantizados los derechos objetivos del espíritu, de la conciencia humana, de la creatividad humana, incluida la relación del hombre con Dios. Y sin embargo, seguimos siendo testigos de las amenazas y violaciones que reaparecen en este campo, a veces sin posibilidad de recursos e instancias superiores o de remedios eficaces.
Junto con la aceptación de formulas legales que garantizan como principio las libertades del espíritu humano, por ejemplo, la libertad de pensamiento, de expresión, la libertad religiosa, la libertad de conciencia, existe a veces una estructuración de la vida social donde el ejercicio de estas libertades condena al hombre, si no en el sentido formal, al menos de hecho, a ser un ciudadano de segunda o de tercera categoría, a ver comprometidas las propias posibilidades de promoción social, de carrera profesional o de acceso a ciertas responsabilidades, y a perder incluso la posibilidad de educar libremente a los propios hijos. Es cuestión de máxima importancia que en la vida social interna, lo mismo que en la internacional, todos los hombres de cada nación y país, en cualquier clase de régimen y sistema político, puedan gozar de una efectiva plenitud de derechos.
Solamente tal efectiva plenitud de derechos, garantiza a todo hombre sin discriminaciones y puede asegurar la paz en sus mismas raíces.
20. Por lo que se refiere a la libertad religiosa que a mí, como Papa, no puede menos de interesarme de modo particular, incluso en relación precisamente con la salvaguardia de la paz, quisiera recordar aquí, como contribución al respeto de la dimensión espiritual del hombre, algunos principios contenidos en la DeclaraciónDignitatis humanae, del Concilio Vaticano II: "Por razón de su dignidad, todos los hombres, por ser personas, es decir, dotados de razón y de voluntad libre y, por tanto, enaltecidos con una responsabilidad personal, son impulsados por su propia naturaleza a buscar la verdad, y además tienen la obligación moral de buscarla, sobre todo la que se refiere a la religión. Están obligados, asimismo, a adherirse a la verdad conocida y a ordenar toda su vida según las exigencias de la verdad" (Dignitatis humanae, I, 2).
"Porque el ejercicio de la religión, por su propia índole, consiste ante todo en los actos internos voluntarios y libres, con los que el hombre se ordena directamente a Dios; actos de este género no pueden ser mandados ni prohibidos por un poder meramente humano. Y la misma naturaleza social del hombre exige que éste manifieste externamente los actos internos de la religión, que se comunique con otros en materia religiosa, que profese su religión de forma comunitaria" (Dignitatis humanae, I, 3).
Estas palabras tocan la sustancia del problema. Demuestran también de qué modo la misma confrontación entre la concepción religiosa del mundo y la agnóstica o incluso atea, que es uno de los "signos de los tiempos" de nuestra época, podría conservar leales y respetuosas dimensiones humanas sin violar los esenciales derechos de la conciencia de ningún hombre o mujer que viven en la tierra.
El mismo respeto de la dignidad de la persona humana parece pedir que cuando sea discutido o establecido, a la vista de las leyes nacionales o de convenciones internacionales, el justo sentido de la libertad religiosa, sean consultadas también las instituciones, que por su naturaleza sirven a la vida religiosa. Si se omite esa participación, se corre el riesgo de imponer unas normas o restricciones en un campo tan íntimo de la vida del hombre, que son contrarias a sus verdaderas necesidades religiosas.
(...)
23. Al final de este discurso, deseo expresar una vez más ante todos los altos Representantes de los Estados aquí presentes, un sentimiento de estima y de profundo amor por todos los pueblos, por todas las naciones de la tierra, por todas las comunidades de hombres. Cada una de ellas tiene su propia historia y cultura: hago votos para que puedan vivir y desarrollarse en la libertad y en la verdad de la propia historia, ya que ésta es la medida del bien común de cada una de ellas. Hago votos para que cada uno pueda vivir y fortificarse con la fuerza moral de esta comunidad, que forma a sus miembros como ciudadanos. Hago votos para que las autoridades estatales respeten los justos derechos de cada ciudadano y puedan gozar, por el bien común, de la confianza de todos. Hago votos para que todas las naciones, incluso las más pequeñas, incluso aquellas que todavía no gozan de la plena soberanía y aquellas a las que se les ha quitado por la fuerza, puedan encontrarse en plena igualdad con las otras en la Organización de las Naciones Unidas. Hago votos para que la organización de las Naciones Unidas permanezca siempre como el foro supremo de la paz y de la justicia: auténtica sede de la libertad de los pueblos y de los hombres en su aspiración a un futuro mejor.

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